PRÓLOGO
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ctualmente, nadie duda de la interdependencia entre los países a nivel global; estamos conectados casi con cualquier parte del mundo en tiempo real. Las grandes urbes cuentan con videocámaras de vigilancia para garantizar la seguridad de sus habitantes y éstos, por lo regular, cargan algún dispositivo o celular que facilita la transmisión de hechos en el momento en que suceden, al grado que los noticieros televisivos, se valen de estos materiales para complementar sus crónicas, de la misma forma que otros programas lo hacen con el único objetivo de exhibir conductas extremas o consideradas moralmente reprobables. En las redes sociales, no sólo se exponen las costumbres y las maneras de vivir de cada comunidad o persona, sino también todo tipo de tragedias; las imágenes de los desastres naturales, de las guerras, del tránsito de los migrantes, de las violencias citadinas o las confrontaciones en contra de los criminales, son para todos cada vez más familiares. Observamos casi a diario cómo las sociedades interrumpen su curso social, su “mundo natural de la vida”, mientras los ciudadanos se preguntan quién o quiénes son los responsables de la adversidad; en México, la mayoría de los delitos quedan en la impunidad dando lugar a fenómenos sociales como los linchamientos y el surgimiento de los llamados justicieros, quienes descargan su ira en contra de algunos delincuentes que fungen de esta manera como chivos expiatorios, ante una sociedad sistemáticamente agraviada.
Cuando observamos la frialdad que tienen algunas personas para asaltar, destruir o matar a otras, inmediatamente las calificamos como seres malignos que únicamente les interesa su beneficio propio, sin importar el daño que causan a personas inocentes. Más difícil es conocer los motivos que tiene el depredador sexual que dominado por una fuerza irresistible repite su crimen o el asesino de masas que entra armado a una escuela para matar a profesores y alumnos, para después quitarse la vida. Nuestra razón queda en déficit ante la irracionalidad y el dolor que causa lo absurdo de semejantes acciones. La marca que deja ese tipo de crímenes afecta, muchas veces de manera indeleble, a la comunidad, a las instituciones y, sobre todo, a las familias. El agravio a la colectividad va acompañado de la estigmatización y demonización de esos extraños que, ante la frialdad y el vacío de espíritu que les caracteriza, creemos, carecen de humanidad. Sin embargo, esa parte oscura del ser humano, esa sombra que le acompaña como un intruso que le ordena y le aconseja, que le domina, sin duda existe, como lo muestra toda la literatura en torno a “el doble” que han recogido novelistas, cineastas, antropólogos y psicoanalistas. Es cierto que cada persona es un ser único e individual que, aparentemente actúa por la voluntad de su propio raciocinio, como afirma cierta psicología; pero también es verdad que, como dicen algunos sociólogos, sus actos están guiados en concordancia con determinados valores e intereses producidos por el contexto social, por las condiciones de clase, de raza o género. Para aquellos que apuestan dogmáticamente por la neurociencia, el comportamiento racional dependerá de la armonía anatomobiológica del cuerpo; como veremos en este estudio que nos presenta Pablo Gonzalo Ortiz Beltrán cualquier desviación medida por criterios de salud de conformidad con la norma jurídica o bajo las reglas de la civilidad, puede ser revalorada, resignificada, como un síntoma de alguna enfermedad o trastorno mental. Sin embargo, no nacemos, crecemos y morimos dentro de una burbuja. Tenemos sí, un cuerpo en el que ocurren infinidad de procesos físicos y químicos y, sin duda, muchas de sus enfermedades pueden remediarse gracias al conocimiento de su funcionamiento y la corrección de sus desequilibrios; respecto al comportamiento delictivo, hay mayores franjas de penumbra para la ciencia, y de esto precisamente trata el libro que el lector tiene entre sus manos. Las diversas disciplinas siguen discutiendo las causas que llevan a determinadas personas a violar las normas o atentar contra el vínculo social. Somos seres, ante todo, conformados por el lenguaje, la cultura y el inconsciente. En el intercambio de palabras, alimentos, objetos y cuidados se transmiten simultáneamente otros elementos imposibles de medir o pesar pero que reconocemos por la importancia que tienen para la formación del carácter; “objetos inestimables” como son el amor o el desprecio. Formamos parte del deseo o rechazo de los otros; deseamos ocupar un lugar en la psique del Otro, en la historia de cada grupo humano y de cada cultura, con sus propias tradiciones, creencias y valores. Somos causa y efecto de las estructuras sociales y horizontes de pensamiento de cada cultura. Cada persona, a través de infinidad de rituales de interacción, de su paso por los grupos e instituciones ocupa un lugar en el mundo social. En un planeta en que el consumo y los gastos inútiles son los valores principales de la sociedad, las personas arriesgan su propia vida y la de los demás para conseguirlos. El aumento de la criminalidad puede verse también como un juego con el vértigo, en el que la embriaguez mortífera llena el vacío de la existencia con esos instantes gozosos en que la ley se pone en entredicho. La pregunta ¿a quién mata el asesino? adquiere un fuerte dramatismo en el suicida, que utiliza al cuerpo como un proyectil en contra de sí mismo, para descargar su resentimiento en contra de una sociedad que no le brinda seguridad, significado a su existencia o identidad. El sujeto queda a la deriva, desvanecido en un universo de angustia, cuando la sociedad no le brinda un lugar simbólico y social.
Ante este panorama de incertidumbre e incremento de la violencia, los países se apegan a modelos de control social sustentados en manuales diagnósticos de la personalidad, que tienen fuertes tintes médico-psiquiátricos. Con ello se trata de velar cualquier análisis de la conducta delictiva sustentada en otras violencias, violencias previas incluso al nacimiento de las personas; como si el comportamiento humano nada tuviera que ver con la exclusión social, el desarraigo emocional o la orfandad familiar. En las siguientes páginas escritas por el psicólogo y criminólogo Pablo Ortiz, veremos cómo el proceso de convertirse en determinada persona (músico, médico, criminal o psicópata) es un asunto mucho más complejo para ser resuelto con un dictamen clínico.
La vida es un campo de lucha donde se enfrentan diversos poderes y capitales. Las políticas de control social y encierro instrumentadas desde el Estado se fundamentan en consonancia con ciertos intereses que los diagnósticos de personalidad contienen, ya que éstos fincan únicamente la responsabilidad en los individuos, escotomizando la realidad social y política. Foucault ya daba cuenta de este desplazamiento analítico en torno al estudio del crimen. Con el nacimiento de la antropología criminal se pasó de una perspectiva social y política, a otra de naturaleza individual. Sin duda César Lombroso fue central en este cambio de paradigma contribuyendo al desarrollo de conceptos como el de peligrosidad; este último es central en los diagnósticos que elaboran los psiquiatras y los criminólogos, al interior de los hospitales y las prisiones. Recordemos que la aplicación cabal de la sanción penal requiere contar con los motivos del delito; la confesión, por ende, es central para llevar a cabo dicha sanción. Cuando “el hombre delincuente” no se reconoce en los hechos del crimen y los motivos subyacen en las profundidades del alma, el positivismo criminológico sale a la escena, formando parte de esta lógica del saber-poder del Estado y su aparato de administración de justicia. Para Foucault este discurso del poder se encuentra en los muros y en la arquitectura panóptica, en los exámenes, las clasificaciones y la disciplina institucional, tan importante para llevar a buen fin la ortopedia del alma. De esta manera, cuando en un juicio se alega que el crimen pudo haber sido fruto de un momento de enajenación como el emblemático caso Pierre Riviére, rescatado de los archivos del siglo XIX por el mismo Foucault esto no le exime al responsable de ser encerrado (alegando cuestiones de inimputabilidad), si es considerado peligroso. De esta manera, el derecho punitivo cierra la pinza ya que, gracias a la intervención de la criminología, la psiquiatría o el trabajo social se descubrirá la mente del criminal.
La discusión en torno al papel del diagnóstico clínico sigue vigente; ante la fascinación que todavía provoca el estudio de la personalidad. Actualmente, algunos abogados impresionados por los avances de la neurología equiparan mecánicamente la condición animal con la humana; otros profesionales de la conducta humana están hechizados por la aplicación de reactivos y la medición de emociones. Algunos de ellos creen fervientemente que el futuro de la criminología está en manos de los conocedores del genoma humano, incluso hablan de la neurocriminología.
En este contexto, el estudio que nos presenta Pablo Ortiz adquiere/tiene un gran valor. En un mundo en que la violencia es definida a partir de los criterios de salud mental de la misma manera que muchos comportamientos considerados desviados, el trabajo aborda la construcción del concepto de psicopatía, los minuciosos intentos por medirla y definirla “científicamente”; la psicopatía es un concepto polisémico que revela entrecruzamientos con el universo social, generando ambigüedades que tratan de ser resueltas por diversos profesionales de las ciencias sociales y del comportamiento. Un concepto que carece de ingenuidad y sobre todo de inocencia política, porque favorece una determinada visión sobre el ser humano sustentada en el estigma y la criminalización social. Quienes creen que la llamada psicopatía es un trastorno de personalidad que forma parte únicamente de algún contenido y sustancia anatomobiológica del sujeto, o forma parte de cierto desequilibrio bioquímico o eléctrico del cerebro, dejan fuera el pensamiento complejo. La investigación no niega los avances de la neurociencia, que sin duda han permitido conocer cada vez más el funcionamiento del enigmático cerebro humano, sino que avanza de manera interdisciplinaria en un problema espinoso como es el del diagnóstico de la personalidad; obviamente el libro no trata de los diversos problemas neurológicos que indudablemente existen, sino de un uso político del diagnóstico que justifica las políticas de represión y tolerancia cero con base en el etiquetamiento y la criminalización social, al cristalizar la identidad del sujeto. Pablo Ortiz nos describe el origen y desarrollo del concepto de psicopatía, desde que Kraepelin y Pinel lo acuñaron; cada nueva precisión o noción se enfrenta con la dificultad de separar el síntoma psiquiátrico con la conducta social, lo que ha generado una serie interminable de discusiones y nuevas definiciones. La creación de nuevas categorías y la actualización de los diversos manuales de diagnóstico sobre la personalidad, intentan superar estas dificultades, como podrá constatar el lector en el presente estudio. Esta relación entre el quiebre de la normatividad y las reglas sociales con la personalidad psicopática, es un problema de gran importancia para Pablo Ortiz porque si bien es cierto que no hay una relación de causalidad directa entre el registro médico y el registro social (ya que cada uno obedece a lógicas diferentes), la correspondencia existe y el lector podrá analizarla junto con el autor de este trabajo; de ahí el arduo camino que emprende Pablo al exponer las minuciosas discusiones en torno a la psicopatía, la anormalidad, el trastorno de la personalidad y las teorías de la desviación social. En cada discusión subyace la idea de lo normal y lo patológico que impregna sin duda alguna el problema de la clasificación del comportamiento social. La explicación de lo que es normal o no depende de cada corriente de pensamiento o disciplina científica. Cada definición es una apuesta que tiene repercusiones no sólo en las maneras de ver sino en las prácticas sociales y políticas. El autor nos brinda un variado mosaico médico, sociológico y antropológico sobre el tema. Imposible en un prólogo abarcar el detallado trabajo que hace Pablo Ortiz. Hacerlo no sólo es una imprudencia sino un riesgo que no pretendo correr. Algunos de mis autores favoritos, como Erving Goffman o Howard Becker los encuentro por acá, utilizados para aclarar algunos problemas relacionados con la trayectoria y el estigma social, vistos a la luz de estos grandes sociólogos, especialistas en la interacción social y simbólica. Hay que subrayar la amplia bibliografía utilizada por el autor que permitió un análisis fino sobre la noción de psicopatía y los procesos de criminalización y estigma social, que legitiman las políticas públicas de seguridad, control social y encierro.
No quiero concluir sin antes decir que conocí a Pablo hace años en un programa de Maestría en Criminología y Política Criminal en el cual impartí alguna materia sobre comportamiento violento y otra sobre metodología cualitativa. Que nunca existió una relación tradicional de maestro-alumno y que, por el contrario, cada charla de pasillo que tuve con él, me convencía que no era un psicólogo convencional, y no porque no hiciera lo que enseñan a todos los psicólogos clínicos: la aplicación de diversos reactivos con fines diagnósticos, sino porque lo hacía rigurosamente y con un amplio sentido crítico, a sabiendas de los límites y alcances que se tienen con el empleo de cada uno de éstos y de su importante utilidad para ciertos casos judiciales. El último capítulo de este libro “Psicopatía vs etiquetamiento en una muestra carcelaria, es una prueba más del conocimiento del autor sobre estos temas, así como de su sentido crítico. Durante las clases y de manera contrastante a lo que acabo de decir Pablo era quien precisaba el contenido de algunos conceptos psicoanalíticos que yo mencionaba con cierta ligereza en clase y que, por cierto, aparecen también en este libro. Por tanto, las diatribas hacia el positivismo criminológico y la psicología clínica que se desarrollan en esta investigación, no provienen de algún entusiasta de ocasión por la teoría social, ni mucho menos por alguien que desconoce las técnicas de evaluación diagnóstica, sino por un estudioso interesado en un pensamiento integral y complejo, lo que otorga una garantía y valor de honestidad intelectual al presente trabajo.
Dr. Víctor Alejandro Payá
Profesor titular “C” Definitivo, tiempo
completo, en la UNAM-FES Acatlán
Miembro del Sistema Nacional
de Investigadores, Nivel “II”
Marzo de 2023